Análisis por Bruno Altieri, para ESPN a las acciones de Lance Stephenson en la serie Miami-Indiana. A tomar muy en cuenta, que se aplica a cualquier nivel de basquetbol
El jugador nocivo sopla en la cara de la estrella del equipo rival.
La provocación espera una reacción que no llega. Se acerca, busca
hacerlo un poco más insoportable. Va un poco más a fondo, las cámaras lo
persiguen y el juego continúa.
El jugador nocivo se
cree más vivo que los demás. Extrovertido, irritante, burlón. Necesita
llamar la atención todo el tiempo, de manera desmedida. Adoración como
modus operandi, de manera recurrente, el jugador nocivo concluye que
siempre es el líder de la clase. Su progreso es estratosférico: cada
noche sube un bloque más en la escalera hacia la estupidez total. Hacia
el potencial escándalo. Lo que pasó ayer, hoy deja de ser suficiente. La
necesidad de exposición -y aprobación- se torna tan ridícula como
insoportable.
El jugador nocivo se acerca al banco
rival. Espera que el entrenador hable con sus dirigidos para acercar su
oído. No entiende nada de lo que hablan, pero él se acerca. No importa
lo que se diga ni lo que obtenga, él se irá feliz y los rivales lo
mirarán con pena. Al jugador nocivo sólo le importa la actitud de ser
siempre una piedra en el zapato, una picazón recurrente en la parte baja
de la espalda. La televisión nacional lo enfoca en primer plano y sus
gestos desnudan una ignorancia atrevida: el mundo se ríe de él y él cree
estar riéndose del mundo.
El jugador nocivo es
egoísta. Su crianza deportiva tiene que ver con el sálvese quien pueda, a
cualquier costo. Su juego NBA es un radiografía de lo que conoció en su
construcción: básquetbol de anteojeras nacido en el playground,
creciendo a costa del resto sin que el resto importe demasiado. Una
bomba atómica comprimida, un desafío uno contra uno contra sus propias
circunstancias, entendidas como el resultado final de su propio partido.
El
jugador nocivo no ve más allá de sus zapatos. Se trastabilla consigo
mismo y cae al piso por atar uno con el otro, en una carrera hacia el
punto más alto del egocentrismo. Está convencido de que todo es válido
para ganar, sin entender que la simulación, la provocación, la burla son
armas cortoplacistas en un juego que enseña, con una multitud de
ejemplos, el valor del largo plazo. Toma el balón y ya nada tiene
sentido. Ni él mismo sabe lo que va a hacer, en una búsqueda absurda de
apropiarse del escenario todo el tiempo, de manera forzada.
El
jugador nocivo es bocón. Considera que, a partir de sus palabras, puede
cambiar el universo de lo que ya fue escrito. Toma un micrófono y
desafía, agravia, insulta. No le importa el sentido de pertenencia,
porque juega para él mismo. Sus compañeros ni siquiera están en el orden
de prioridades. La prensa, oportunista, se aprovecha de esta clase de
muchachos. Cuando el jugador nocivo mida las consecuencias, ya será
demasiado tarde.
El jugador nocivo considera que la
excepción hace la regla. Que ganar una batalla es ganar la guerra. Que
un partido es una serie completa, que la chicana tiene mérito y que la ventajita como fuerza recurrente puede aplastar al talento. Una astilla molesta al león, pero no lo mata.
El
jugador nocivo, pese a todo, podría no serlo. Porque tiene talento para
jugar al básquetbol. Porque cuando se emplea en una defensa lícita
obtiene su cometido. Porque cuando cierra la boca se parece mucho más al
jugador que quiso rescatar Larry Bird del mundo de la idiotez, pese a
haber lidiado por años con el ya desaparecido Ron Artest. Porque bien
vale la pena mirar el escenario completo y entender que nadie es el eje
del mundo.
Lance Stephenson sopla de nuevo sobre la cara de LeBron James. La tontería mayúscula encuentra su punto más alto. El mundo, entonces, vuelve a señalarlo para reírse a carcajadas.
Él, envuelto en su propio cascarón de ignorancia, sonríe. Lo peor de todo: ni siquiera se da cuenta.
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